Una
primavera, se encontraron dos hojas en ramas vecinas de un mismo árbol. Una,
hacía poco tiempo que había visto la luz de la vida; la otra, esperaba el
próximo otoño con miedo, porque sabía que una ráfaga de viento la arrancaría
del árbol de la vida.
Esta
última hoja, seca casi, sintió deseos de ayudar a la joven que era tierna y
blanca. Como no podía hacer muchos movimientos (por temor a desprenderse de su
rama), se dedicó solamente a hablarle, a darle consejos.
Muchas
tardes se escuchaba su voz en el aire que decía:
— Cuando
el viento sople fuerte, procura moverte con él y producir melodía; así pondrá
música en las almas solitarias.
— Trabaja
con las demás hojas formando un conjunto armonioso, para que la sombra que produzca
el árbol sea más grande y perfecta.
— Déjate
llenar de rocío en las noches frías y, al amanecer, cuando el sol te deslumbre
con su alegría, permite que las gotas de agua resbalen por tu piel en libertad
hacia la tierra.
Así
pasaba la vieja hoja horas y horas, contando cosas a la nueva y ésta la
escuchaba con atención. Cuando no tenía nada nuevo que decirle, repetía lo
mismo una y otra vez.
La vieja
hoja, que sólo se creía útil para dar consejos, no deseaba de ningún modo que
llegase el otoño; su vida tenía un sentido: ayudar a la joven era tarea
importante.
El verano
avanzaba. La hoja nueva comenzaba a convertirse en una hoja madura. Empezaban a
molestarle los dichos de la vieja. Un día, harta ya, le gritó:
— ¡Déjame
en paz, siempre me repites las mismas cosas! Quiero aprender sola y vivir mi
vida! Además, voy a decirte algo: Toda la belleza de esta rama la estropea tu
presencia, entérate, ya no sirves para nada; ni las gotas de rocío aparecen en
tu piel...
— Es
verdad que mi piel, seca ya, no tiene lágrimas que derramar — dijo tristemente
la vieja hoja.
Su voz no
volvió a escucharse. Cada día envejecía más y esperaba ya, con calma y con
deseo, la llegada del otoño. No quería molestar más con su presencia. ¡Qué
diferente le parecía su vida y sus pensamientos de los de aquella nueva hoja!
Así,
sumida en sus tristezas, pasaba su tiempo.
Al llegar
el otoño la primera hoja que cayó del árbol, con la primera ráfaga de viento,
fue la vieja. Era un atardecer oscuro y triste. Sólo rodearon su caída la
soledad y el silencio. Pero bastaba mirar a la rama para comprender que algo
importante faltaba allí.
Al
amanecer del día siguiente, el primer rayo de sol que tocó la tierra acarició a
la vieja y seca hoja, tirada en el suelo. Luego un torbellino de aire la
levantó hacia los cielos.
Pasaron
los días. Llegó el invierno. El aire frío y helado transportó muchas veces, los
lamentos de una hoja:
— Si en lugar de escucharla, hubiese
conversado con ella, ¡cuántas cosas más me habría enseñado! ¡Cuánto hubiese yo
podido ayudarla!...
Esta hoja, madre ya, casi vieja,
continuó lamentándose hasta que comenzó la primavera. Nació una hojita en una
rama vecina. Le dio tanta lástima verla tan pequeña y tierna, que olvidándose
de sus tristes recuerdos, se prometió ayudarla.
Pero, como no podía moverse mucho (por
miedo a desprenderse de su rama), le ofreció sus consejos. La hoja recién
nacida escuchaba atentamente cuanto le decía...
El árbol que, calladamente, había
observado, sentido y vivido muchas primaveras y muchos inviernos seguidos,
sonrió un momento.
La noche, sin embargo, fue testigo de las lágrimas que brotaron del
corazón cansado del árbol de la vida.